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No es capricho: es el nuevo lenguaje político de una generación cansada

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La cancelación emerge como mecanismo de poder simbólico frente a instituciones estancadas. Es reacción acumulada, herramienta imperfecta y termómetro de una democracia que necesita actualizarse antes de ser cancelada por su propia ciudadanía.

 

La cultura de la cancelación: cuando una generación reacciona porque nadie la escucha...

Hay fenómenos que se interpretan como modas, pero que en realidad son voces del silencio que diagnostican. La llamada cultura de la cancelación es una de ellas. Ese silencio habla: se lo señala, se lo critica, se le teme, pero muy pocos lo escuchan para avizorar lo que realmente es. Es un Estado de Reacción generacional con respuesta brusca, acumulada y nada casual ante un sistema político que agotó sus excusas. Es el agotamiento de la paciencia social.


Durante décadas se le pidió a la ciudadanía que esperara, que confiara, que “los procesos llevan tiempo”. Mientras tanto, el tiempo hizo lo suyo: precarizó a una generación completa, la dejó sin ascenso social real y estableció a la solidaridad como estructura, no como excepción. Además, colocó otro candado: un ecosistema digital que vació la calle como referente de acción y la transformó en indignación digital de “mi y tu” perfil.


Ese devenir de la incapacidad de la política para leer lo que ha producido hizo posible que la reacción no tardara, cambiando los escenarios de tensión: antes era la calle; hoy es la pantalla.



Es síntoma, no capricho…

Cuando las generaciones nacidas desde los años 90 “cancelan”, no actúan desde la frivolidad que algunos comentaristas suponen. Reaccionan desde un repertorio limitado de herramientas públicas y comprenden que su voto vale, pero no alcanza; su voz pesa, pero no se oye; y sus demandas chocan con estructuras que continúan funcionando bajo lógica analógica en una sociedad que hace tiempo vive en digital.


La cancelación se convierte entonces en un mecanismo simbólico y digital para hacer lo que el sistema no hace: marcar límites, exigir responsabilidad, señalar impunidad.

En ese proceso surge un escollo evidente: cuando hay un cúmulo de reacciones desorganizadas pero legítimas bajo un denominador común —la cancelación— se desencadena una serie de respuestas torpes, excesivas y muchas veces injustas, pero igualmente legítimas, habida cuenta de las causas que las provocan.



El algoritmo es el juez más rápido, pero no el más justo…

La justicia digital es vertiginosa, no por eficiente sino por rentable. Las plataformas descubrieron que la indignación es el combustible perfecto para mantener al usuario cautivo. Cada gesto de enojo genera tráfico; cada sentencia moral genera interacción. Cada interacción, centavos de monetización. Con un único resultado:

“Un tribunal sin pausas ni garantías, donde cualquiera puede ser acusado y condenado antes de explicar siquiera de qué se lo acusa. Y aun así, ese mismo tribunal sigue siendo el espacio donde la generación joven siente que, por primera vez, puede ejercer algún tipo de poder”.



Los nuevos procesos políticos que reditúan…

Mientras instituciones tradicionales continúan en modo avión, ciertos discursos políticos encontraron oro en el malestar. El libertarismo, en sus diversas mutaciones, interpretó la demanda juvenil de ruptura como una invitación a cancelar al Estado completo. Surge el término “la casta” como enemigo moral que simplifica el conflicto y lo monetiza, no solo en dinero sino en simbolismos de ruptura.


El problema es que la cancelación del Estado no elimina el poder: solo lo desplaza hacia actores que nunca pasan por las urnas. La reacción que empezó como reclamo de justicia termina abriendo las puertas a una concentración privada sin controles, que hoy los sectores políticos emergentes —con poder formal-legal— no pueden manejar porque la velocidad los supera y corren el riesgo de auto-cancelarse por su propia “doctrina anti casta”.



Entre la piel fina y la piel gruesa…

Cuando se cancela a quien piensa distinto, lo que se erosiona no es la reputación de un individuo, sino la reputación del espacio común: la cosa pública como sistema filosófico-político. Sin adversarios legítimos no hay democracia, solo bandos que se anulan mutuamente. Vivimos en tiempos donde el desacuerdo provoca ofensa inmediata y donde cualquier matiz parece traición.


Si todo se cancela, nada se discute. Y si nada se discute, solo queda ruido: el ruido por encima de las voces, el ruido que reemplaza el murmullo democrático.



Un nuevo pacto… para una sociedad en proceso de cambio...

La salida no pasa por pedirle a la juventud que deje de reaccionar, sino por demostrarle que vale la pena participar. La política debe renovarse con transparencia radical, justicia que funcione y una burocracia que deje de actuar como si estuviéramos en 1980.


Y la ciudadanía necesita nuevas herramientas para pensar en red: alfabetización digital crítica, ética para navegar la polarización y espacios donde desacordar no sea un deporte de riesgo ni un bloqueo para desaparecer.


No se trata de evitar la cancelación, sino de canalizarla para que se convierta en energía de reforma y no en un incendio que termine quemando las bases de convivencia. Allí, en ese drenaje de energía reformativa, está la transición que las generaciones jóvenes están transitando: la reacción del silencio que se hace escuchar a su modo, en su nuevo modo. Y las instituciones podrán recuperar legitimidad cuando vuelvan a pensar con lucidez en los nuevos procesos filosófico-políticos de participación.


Entonces…Esta nueva lógica de cancelación no es moda, tendencia o capricho, sino una nueva lectura de la sociedad democrática que las generaciones menores de 40 años comprenden. Y, a pesar de sus excesos y contradicciones, es el síntoma de una democracia que debe actualizarse.


Esa lógica es la nueva alarma incómoda que recuerda que el futuro no se construye evitando el conflicto, sino aprendiendo a gestionarlo sin destruirnos en el proceso.


Por Víctor Olivares

 
 
 

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